26.10.20

Tengo una historia para contar

 
Tengo una historia para contar. O la tenía. Porque creo que se me olvidó. Era algo sobre un lugar en América Latina (bah, América Latina es para los exteriores. Para nosotros es una ciudad. Qué sentido tiene hablar de América Latina si nuestro público somos nosotros mismos). Seguramente era una historia sobre el campo de deportes número 1. Algún nostálgico flash que por alguna razón me parece interesante contar (pero a quién le importa más que a mí para volver a visitar los rincones ininteresantes de mi autobiografía que no tengo ganas de escribir). Me gustaba escuchar música en tocadiscos. Siempre me gustó la música vieja. Tenía pocos discos (en realidad yo no tenía ninguno, eran discos olvidados de mi familia que nadie escuchaba y me los apropié de facto). En la extremidad del brazo, no había púa (no tengo ganas de explicar por qué). Ingenioso como solía ser (por necesidad o por cabeza dura) le puse una puntita de alambre en el lugar de la púa. Funcionó. Poco a poco rayé todos los pocos discos que tenía. Eran canciones de telenovelas brasileñas de los años 80. Pasaba horas escuchando música en ese viejo artefacto, dado por muerto y por mí resucitado. El gemido del rodado dejaba un dejo nostálgico de algo que nunca viví. ¡Pero cómo lo añoraba! Otro día contaré de esa vez que casi me ahogo en una pileta si no fuera por Silvia, la dueña de la pileta que, vaya uno a saber por qué, se tiró a la pileta al mismo tiempo que yo y dio vuelta el colchón inflable del que me tenía, pero del otro lado de la respiración. No tuve miedo pero la pirueta de ese maldito colchón me tomó desprevenido. Había saltado sobre él para acostarme sobre el agua pero se dio vuelta, y en la parte profunda de la pileta. En esa época Vilma Palma e Vampiros estaba de moda, y filmaron un clip no muy lejos de esa pileta. Y yo tenía tiempo y una percepción deformada del tiempo. Siempre me encantaron las primaveras en Buenos Aires. ¿Hay algo más lindo que un mes de noviembre bonaerense? Obvio que sí pero a mí me hace acordar de que de chicho, durante un año o más (para mí fue como durante toda mi infancia) coleccionaba cajitas de cigarrillo con un amigo. Teníamos dos otros amigos que también coleccionaban cajitas de cigarrillos. Pronto esa situación inestable se transformó en competencia feroz por los preciosos atados. Llegué a transformar a una vulgar cajita de Marlboro en cajita de lujo y rara con una calcomanía de las Olimpiadas de Atlanta 1996. Al principio, por un instante, me creyeron, pero el olor a pegamento era demasiado fuerte, más fuerte que el típico olor a tabaco. Seguido (o tal vez solo algunas veces) tomábamos nuestras bicicletas viejas, con frenos inseguros y neumáticos gastados y pintura inexistente o gangrenada por la oxidación (pero ojo, temíamos en demasía que nos las robasen, sabíamos que en ese caso no serían sustituidas por otras nuevas). Íbamos a los barrios ricos, porque ahí la gente fumaba de lujo. Cajitas de Yves Saint Laurent, de Dunhill, de Capri… Cigarrillos finos y finos. Eran paquetes de 10 o de 20, ya éramos expertos. A veces encontrábamos las cajitas al borde de la vereda, mojadas por aguas pestilentes (o no tanto). Pero si era mucho el tesoro, la recogíamos porque sabíamos como secarlas y restaurarlas. Y en el momento en que encontrábamos una cajita rara, había que hacerlo saber. “¡Miren lo que encontré!”. En esos barrios había demasiada calma. Los únicos perturbadores éramos nosotros. Que éramos como recolectores de la mugre de mugrosos ricos.        
 
Philippe Alcoy.             

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire