Tengo una historia para contar. O la tenía. Porque creo que se me olvidó.
Era algo sobre un lugar en América Latina (bah, América Latina es para los
exteriores. Para nosotros es una ciudad. Qué sentido tiene hablar de América
Latina si nuestro público somos nosotros mismos). Seguramente era una historia
sobre el campo de deportes número 1. Algún nostálgico flash que por alguna razón
me parece interesante contar (pero a quién le importa más que a mí para volver
a visitar los rincones ininteresantes de mi autobiografía que no tengo ganas de
escribir). Me gustaba escuchar música en tocadiscos. Siempre me gustó la música
vieja. Tenía pocos discos (en realidad yo no tenía ninguno, eran discos olvidados
de mi familia que nadie escuchaba y me los apropié de facto). En la extremidad
del brazo, no había púa (no tengo ganas de explicar por qué). Ingenioso como solía
ser (por necesidad o por cabeza dura) le puse una puntita de alambre en el
lugar de la púa. Funcionó. Poco a poco rayé todos los pocos discos que tenía.
Eran canciones de telenovelas brasileñas de los años 80. Pasaba horas
escuchando música en ese viejo artefacto, dado por muerto y por mí resucitado. El
gemido del rodado dejaba un dejo nostálgico de algo que nunca viví. ¡Pero cómo
lo añoraba! Otro día contaré de esa vez que casi me ahogo en una pileta si no
fuera por Silvia, la dueña de la pileta que, vaya uno a saber por qué, se tiró
a la pileta al mismo tiempo que yo y dio vuelta el colchón inflable del que me
tenía, pero del otro lado de la respiración. No tuve miedo pero la pirueta de
ese maldito colchón me tomó desprevenido. Había saltado sobre él para acostarme
sobre el agua pero se dio vuelta, y en la parte profunda de la pileta. En esa
época Vilma Palma e Vampiros estaba de moda, y filmaron un clip no muy lejos de
esa pileta. Y yo tenía tiempo y una percepción deformada del tiempo. Siempre me
encantaron las primaveras en Buenos Aires. ¿Hay algo más lindo que un mes de
noviembre bonaerense? Obvio que sí pero a mí me hace acordar de que de chicho,
durante un año o más (para mí fue como durante toda mi infancia) coleccionaba cajitas
de cigarrillo con un amigo. Teníamos dos otros amigos que también coleccionaban
cajitas de cigarrillos. Pronto esa situación inestable se transformó en competencia
feroz por los preciosos atados. Llegué a transformar a una vulgar cajita de
Marlboro en cajita de lujo y rara con una calcomanía de las Olimpiadas de
Atlanta 1996. Al principio, por un instante, me creyeron, pero el olor a
pegamento era demasiado fuerte, más fuerte que el típico olor a tabaco. Seguido
(o tal vez solo algunas veces) tomábamos nuestras bicicletas viejas, con frenos
inseguros y neumáticos gastados y pintura inexistente o gangrenada por la oxidación
(pero ojo, temíamos en demasía que nos las robasen, sabíamos que en ese caso no
serían sustituidas por otras nuevas). Íbamos a los barrios ricos, porque ahí la
gente fumaba de lujo. Cajitas de Yves Saint Laurent, de Dunhill, de Capri…
Cigarrillos finos y finos. Eran paquetes de 10 o de 20, ya éramos expertos. A
veces encontrábamos las cajitas al borde de la vereda, mojadas por aguas pestilentes
(o no tanto). Pero si era mucho el tesoro, la recogíamos porque sabíamos como
secarlas y restaurarlas. Y en el momento en que encontrábamos una cajita rara, había
que hacerlo saber. “¡Miren lo que encontré!”. En esos barrios había demasiada
calma. Los únicos perturbadores éramos nosotros. Que éramos como recolectores
de la mugre de mugrosos ricos.
Philippe Alcoy.
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