24.9.20

Hay aromas que son mas fuertes que la memoria

(William Christenberry, Tenant House 1, 1960)

Hay aromas que son más fuertes que la memoria. Y en eso me acordé de una de las escuelas primarias a la que fui. “La Uno”, como le decíamos, como todos le decían y como seguramente aun todos le dicen. Y no es porque fuera la mejor. O en todo caso supo ser una buena escuela; según el recuerdo o el mito de los más viejos. De hecho, todas las escuelas a las que fui eran “ex-buenas escuelas”. Pero lo que me trajo a ese recuerdo no fue eso sino la panadería de al lado (que incluso probablemente aun esté ahí). Es que en el momento de los recreos, uno de sus patios era envuelto por un delicioso olor a pan, a facturas. Hace mucho que no siento ese delicioso aroma. Estoy seguro de que de sentirlo significaría un viaje directo e inmediato a esa época; un viaje a ese patio, a esas mañanas doradas por el sol imponente del invierno de Buenos Aires, o de la primavera (me encanta la primavera en Buenos Aires, pero hace ya mucho que no me la cruzo). Jugábamos al futbol durante los recreos. Todos los recreos eran la ocasión para una reedición del clásico del A contra el B (sexto A contra el B, séptimo B contra el A, y así). Yo estaba en el B, y éramos los mejores. Pero los del A nos tenían literalmente de hijos. Y cada vez que nos ganaban (y eso era muy frecuente) salían cantando: “despacito, despacito, despacito, le rompimos, el c*lito...”. Patéticos. Pero evidentemente las raras veces en que ganábamos le devolvíamos el cantito, pero con más fuerza, bien pulenta y eufórico, como victoria de equipo chico. Uno de sus secretos del éxito era un tal “Julito” que en realidad era un perro, pero también un pescador. Julito se pegaba literalmente al palo y esperaba. Y cuando digo que se pegaba, es que se tenía del palo nuestro esperando a empujarla. Y ese desgraciado de Julito así nos metió infinidad de goles estúpidos (también se erró infinidad de goles increíbles abajo del arco). Pero un día una “seño” decidió prohibir el futbol durante los recreos; tal vez estimaba que nos distraía demasiado. Tomó el pretexto de la lesión de otro pata dura (y tal vez de algún que otro vidrio roto) y acabó con los clásicos del A contra el B, auspiciados por el delicioso aroma de la panadería. Y nosotros que estábamos frustrados y con bronca, así y todo obedecimos. A veces me gustaría volver a sentir ese olor, viajar a ese patio dorado por el sol y revivir por el lapso de un recreo una nueva edición del clásico del A contra el B.

Philippe Alcoy.

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