El otro día me desperté recordando. Recodar
no es lo mismo que pensar, pero lo que un recuerdo puede hacerle a uno pensar
es increíble. Como en un viaje hacia rincones oscuros de la biografía personal,
no visitados desde hacía mucho tiempo, me acordaba de una historia de cuando
era chico, que me marcó aunque no me traumatizó. O por lo menos eso creo.
Era un chico un año más grande que yo, de
esas personas que lo impresionan a uno, hasta incluso atemorizarlo. No tengo
idea del porqué. Tampoco sé por qué me desperté pensando en él y en lo que le pasó.
Se llamaba Antonio Gauna; yo iba al mismo grado que su hermano. Un día hubo una
conmoción en la escuela, que llamábamos (y tal vez se la llama aun) “La 26”.
Nos enteramos de que a Antonio lo habían matado en un tiroteo, en un hospital.
Antonio no debería tener más que 7 u 8 años. Acordándome de esta tragedia me
acordé de que después, durante muchos años, ir al hospital y quedarme en la
sala de espera me parecía algo tétrico, me daba un miedo profundo, el corazón
me latía casi queriendo salir del pecho. La cosa es que este recuerdo me hizo
pensar en lo absurdo de algunas cosas, pero que no por eso dejan de ser
dolorosas. ¿Cómo pudo haber un tiroteo en un hospital? Me acuerdo de su
hermano, su madre y su (o sus) hermana. Una familia pobre (pero en esa escuela
todos éramos pobres). Su hermano, cuando volvió a clases, no hablaba, andaba
con la mirada al piso, los hombros apretados a su cuerpo, como quien quisiese
esconderse dentro de su propio cuerpo. Y eso que ese chico era “travieso”, que
“se hacía el malo”. Y ahora no era más que un niño triste, con miedo,
traumatizado.
Y de pensamiento en pensamiento me acordé de Rolando.
Otro compañerito de escuela. Rolando no era mi amigo del alma pero era uno de
mis amiguitos de escuela, jugábamos al fútbol. Rolando tenía cosas del
“Burrito” Ortega, no por como jugaba sino porque se tiraba haciéndose el
herido. Con el tiempo, perdí total contacto con él. Pero un día, varios años
mas tarde, yo ya era adolescente, de forma inesperada (realmente no sé cómo) la
madre de Rolando se encontró tomando un mate en mi casa y hablando con mi mamá.
Es ahí que me enteré de que a Rolando lo había matado la policía. Tenía un
problema auditivo, le dijeron de parar cuando estaba al volante de un auto, no
escuchó y le dispararon. Lo mataron. Como a Antonio.
No sé casi nada de lo que fue de la vida de la
aplastante mayoría de todos esos chicos y chicas que iban conmigo a “La 26”.
Una escuela a donde íbamos chicos y chicas pobres; la escuela en donde aprendí
a escribir y a leer (mal y lento), en donde participé en un “concurso
literario” para los alumnos y en el que fui el único en participar -¡gané!
(?)-; en donde los mediodías nos turnábamos para
traer un sobre de “juguito” Tang para no tomar simple agua en el comedor. Y
ahora, tantos años más tarde, me encuentro escribiendo sobre Antonio Gauna, al que
yo le tenía miedo y al que mataron cobardemente y que solo era un niño; de Rolando
al que lo mató la policía; y me acuerdo también de Juan, un choco muy bueno y
tranquilo, que pasaba semanas enteras sin venir a la escuela porque no tenía
zapatillas; me acuerdo también de Lucas Pérez que era violento, decía malas
palabras y tenía alguna dificultad para pronunciar correctamente; de Angelito
que mentía como respiraba y del cual lo último que supe es que se hizo milico;
de Carlitos Carrete que era un personaje, con nombre de personaje. Cuanto más
recuerdo, más pienso y más me acuerdo.
Philippe Alcoy.
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