28.10.19

A Antonio Gauna y todos los ex-niños de “La 26”



El otro día me desperté recordando. Recodar no es lo mismo que pensar, pero lo que un recuerdo puede hacerle a uno pensar es increíble. Como en un viaje hacia rincones oscuros de la biografía personal, no visitados desde hacía mucho tiempo, me acordaba de una historia de cuando era chico, que me marcó aunque no me traumatizó. O por lo menos eso creo.


Era un chico un año más grande que yo, de esas personas que lo impresionan a uno, hasta incluso atemorizarlo. No tengo idea del porqué. Tampoco sé por qué me desperté pensando en él y en lo que le pasó. Se llamaba Antonio Gauna; yo iba al mismo grado que su hermano. Un día hubo una conmoción en la escuela, que llamábamos (y tal vez se la llama aun) “La 26”. Nos enteramos de que a Antonio lo habían matado en un tiroteo, en un hospital. Antonio no debería tener más que 7 u 8 años. Acordándome de esta tragedia me acordé de que después, durante muchos años, ir al hospital y quedarme en la sala de espera me parecía algo tétrico, me daba un miedo profundo, el corazón me latía casi queriendo salir del pecho. La cosa es que este recuerdo me hizo pensar en lo absurdo de algunas cosas, pero que no por eso dejan de ser dolorosas. ¿Cómo pudo haber un tiroteo en un hospital? Me acuerdo de su hermano, su madre y su (o sus) hermana. Una familia pobre (pero en esa escuela todos éramos pobres). Su hermano, cuando volvió a clases, no hablaba, andaba con la mirada al piso, los hombros apretados a su cuerpo, como quien quisiese esconderse dentro de su propio cuerpo. Y eso que ese chico era “travieso”, que “se hacía el malo”. Y ahora no era más que un niño triste, con miedo, traumatizado.

Y de pensamiento en pensamiento me acordé de Rolando. Otro compañerito de escuela. Rolando no era mi amigo del alma pero era uno de mis amiguitos de escuela, jugábamos al fútbol. Rolando tenía cosas del “Burrito” Ortega, no por como jugaba sino porque se tiraba haciéndose el herido. Con el tiempo, perdí total contacto con él. Pero un día, varios años mas tarde, yo ya era adolescente, de forma inesperada (realmente no sé cómo) la madre de Rolando se encontró tomando un mate en mi casa y hablando con mi mamá. Es ahí que me enteré de que a Rolando lo había matado la policía. Tenía un problema auditivo, le dijeron de parar cuando estaba al volante de un auto, no escuchó y le dispararon. Lo mataron. Como a Antonio.

No sé casi nada de lo que fue de la vida de la aplastante mayoría de todos esos chicos y chicas que iban conmigo a “La 26”. Una escuela a donde íbamos chicos y chicas pobres; la escuela en donde aprendí a escribir y a leer (mal y lento), en donde participé en un “concurso literario” para los alumnos y en el que fui el único en participar -¡gané! (?)-; en donde los mediodías nos turnábamos para traer un sobre de “juguito” Tang para no tomar simple agua en el comedor. Y ahora, tantos años más tarde, me encuentro escribiendo sobre Antonio Gauna, al que yo le tenía miedo y al que mataron cobardemente y que solo era un niño; de Rolando al que lo mató la policía; y me acuerdo también de Juan, un choco muy bueno y tranquilo, que pasaba semanas enteras sin venir a la escuela porque no tenía zapatillas; me acuerdo también de Lucas Pérez que era violento, decía malas palabras y tenía alguna dificultad para pronunciar correctamente; de Angelito que mentía como respiraba y del cual lo último que supe es que se hizo milico; de Carlitos Carrete que era un personaje, con nombre de personaje. Cuanto más recuerdo, más pienso y más me acuerdo.  

Philippe Alcoy.

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